Pero es verdad que hay problemas. Algunos se derivan de que las políticas educativas desarrolladas no tienen soluciones para ellos; otros, de la falta de voluntad política para resolverlos. Veamos algunos casos:
1. Cualquier profesor conoce a media docena de alumnos de su instituto que a la altura de 2º o 3º de ESO ramonean con su hastío de clase en clase a la espera de cumplir los dieciséis años y poder marcharse. Nada de lo que la enseñanza ordinaria les ofrece parece tener interés para ellos. O se aburren, o se rebelan, con lo que acababan por constituir un problema para la convivencia.
Al menos así era hasta hace poco tiempo. Por fin, la ley contempla ahora su caso y propone soluciones: las Aulas de Compensación Educativa (ACEs) y los Programas de Cualificación Profesional Inicial (PCPI) ofrecen alternativas útiles para una parte de esos alumnos… Lástima grande es que haya un pero: las plazas son insuficientes.
2. El fenómeno de la inmigración ha afectado de manera importante la escuela española. La concentración de miles de familias extranjeras en algunas zonas concretas –en determinados distritos de la capital y en los municipios del sur en el caso de la Comunidad de Madrid- ha provocado la aparición de centros en los que más de la mitad de los alumnos presentan -o podrían presentar- dificultades especiales, porque no tienen un buen conocimiento del idioma español, o porque provienen de sistemas educativos muy distintos del nuestro, o porque han estado mal escolarizados, o porque no lo han estado nunca… Pues bien, descontada la diferencia de tamaño entre la escuela pública y la escuela privada concertada –es decir, las escuelas pagadas con dinero público-, de cada cuatro niños extranjeros tres estudian en centros públicos, aunque lleguen a sobrepasar el 80% del censo escolar de algunos de esos colegios. Eso es así pese al compromiso de la Administración de distribuirlos armónicamente entre todos los centros que paga con el fin de evitar la aparición de guetos escolares.
La educación es un arma arrojadiza en manos de las fuerzas políticas, cuando no el campo de batalla mismo. Resulta evidente que asunto tan grave debería quedar fuera de su lucha diaria, pero, por increíble que parezca, los grandes partidos jamás han sido capaces de alcanzar acuerdos mínimos en este campo. En los últimos veinte años la han regulado cuatro leyes orgánicas –una de ellas fue tan efímera que se derogó antes de que entrara en vigor-. Es difícil calcular cuánto de la desorientación de la comunidad escolar y del descrédito de la institución derivan de la frívola irresponsabilidad y de la demagogia con que se tratan sus problemas.
Comenzó el nuevo curso y pintaban calva la ocasión para que las escuelas se convirtieran otra vez en tema de actualidad. Un momento perfecto para escribir pamplineros agradecimientos por la impagable labor de los maestros –que es pagable, vaya si lo es- y para anunciar pintorescas medidas que destinadas a hacer que vuelvan a ellos el respeto y la autoridad de antaño, cual vuelve la cigüeña al campanario.
Es verdad que los profesores se enfrentan a menudo a situaciones embarazosas en las que adolescentes maleducados, cuando no agresivos, desafían su autoridad, y que ese fenómeno está en los primeros puestos de la lista de las causas de lo que se ha dado en llamar el malestar docente. Pero resulta difícil imaginar cómo contribuirá a solucionar este problema el hecho de levantar al profesor diez o quince centímetros por encima de los alumnos mediante la colocación de tarimas en las aulas. Y no digo que la cosa no funcione: es probable que en nuestros días, a la potestas la sirve mejor la maiestas que la auctoritas. Aunque, pensándolo bien, como estos son días de hacer economías, y a la vista de lo bien que les ha ido a algunos gobernantes europeos, ¿no bastaría con colocar alzas en los zapatos de los profesores para reforzar su potestas?
A.H.
No hay comentarios:
Publicar un comentario