14 mayo 2010

Indignidad / y 2




Indignidad
II

Vacaciones con fronteras

En la estación de Baremke, en Damasco, tomamos el autobús a Beirut. Tres horas y media, nos dijeron. Ya casi estábamos dentro.

En el puesto fronterizo el soldado me dio la bienvenida a su país y me deseó una agradable estancia. A Kasem sólo le miró con desprecio. ‘Si por mi fuera no entrarías’, decía la expresión de su cara. Los labios del soldado se abstuvieron de decir palabra.

Por fin vacaciones. Kasem realmente las necesitaba después de haber terminado la Selectividad. Esperaba que el Mediterráneo le ayudara a escoger entre Sociología o Derecho. 


Byblos, Jounieh y Beirut. La semana había pasado. Queríamos estar más tiempo, pero el sello del ‘pasaporte’ de Kasem nos lo impedía.

Para ampliar su visado acudimos a la Dirección General de la Seguridad Nacional. El mismo lugar desde el que se coordinan los planes de Defensa. Quizás Líbano debía protegerse de chavales de 17 años que pasan sus vacaciones antes de comenzar la Universidad.

Aquel edificio estaba custodiado por tanques y soldados. A mí no me dejaron entrar. No represento ningún peligro.

Cuando Kasem salió no tenía ni visado ni nada. Le habían quitado el documento que hace las veces de pasaporte, porque en realidad, pasaporte no tiene. Palestina, el país en el que nació su abuelo y del que es originario, no existe. Y Siria sólo admite que su familia y él son refugiados. El papel donde lo dice es su ‘pasaporte’. Pero ya ni eso tenía. No era nadie. Aquellos soldados le dijeron que se lo devolverían una semana después. Cuando supieron que era palestino, le dijeron con sorna:

A ti quizás te toque quedarte aquí un mes’.

Nos echamos a temblar. Un palestino sin documentación en Líbano no tiene ni vida ni futuro. Kasem no podría ser ni sociólogo ni abogado ni otras 72 profesiones, porque la ley del país se lo prohíbe. Sólo podría ser taxista.

Si se quedase en aquel pequeño país, nunca podría comprar una casa. Tendría que vivir en alguno de los 12 campos de refugiados difuminados por todo el Líbano. Kasem se imaginaba a sí mismo cada mañana, al ir a darse una ducha, sin poder encender la luz para evitar recibir una descarga eléctrica. También era capaz de ver el agua de su baño recorrer las calles de Burj elBaraineh, porque allí no hay alcantarillado. Indigno.



Asustados, Kasem y yo reclamamos su ´documento’ en diferentes oficinas. Amabilidad conmigo. Sarcasmo con él.

Con los ánimos por los suelos y los nervios de punta nos acercamos a Solidere. Una zona que quedó totalmente arrasada durante la Guerra Civil y que actualmente recrea torpemente los edificios de cuando Beirut era conocido como el Paris de Oriente. Rolex, Armani y Versace tienen allí sus tiendas. Por la calle una decena de mujeres con burkha entran con un jeque en una de ellas. Son sus esposas. El jeque no quiere que nadie más vea sus caras. Son suyas.

Yo las llamo Batman’, dice Kasem.

Un escalofrío me recorre por dentro.

Por fin llega Salam con su amiga Kinda. Ambas palestinas sirias. Poner el pie en Beirut es para ellas casi una liberación. En Damasco no se les ocurriría enseñar los hombros, ni las rodillas. Pero, ¿en Beirut? No había límites. Aquello es una democracia no islámica.



Una noche en Beirut

Para Salam y Kinda las vacaciones acaban de empezar. Bailar y divertirse. Estar guapas y gustar a los chicos es su juego, pero de sexo nada. Si no llegan vírgenes al matrimonio, su marido podría rechazarlas, lo que significaría un deshonor para toda su familia y estar socialmente apartadas el resto de sus vidas. ¿Cómo podrían sus maridos fiarse de ellas? Para ellos, si no llegan vírgenes al altar, nada les puede garantizar que no pueden trasmitirles alguna enfermedad.

Incluso el SIDA”, dice Kasem.

Lo mismo piensa el resto de chicos.

Se hace de noche y en el centro de Beirut las discotecas brillan como brillaban las del Polígono Urtinsa cuando yo todavía estaba en el Instituto. La música que sale de los bares se mezcla con la de la manada de carros que hacen vibrar sus subwoofer.

En el Crystal Club la gente baila sobre los sillones mientras Hassan rodea a Kinda con sus fuertes brazos. A partir de ese momento ella será su única copiloto. Sólo ella podrá salir por la luna del techo de su BMW y bailar mientras la brisa hace ondear su pelo en La Corniche.

Sólo había un problema: ella es sunita y él chiíta. Pero Hassan espera que su familia le acepte. Al fin y al cabo, su padre nació en Nazareth y, aunque esté considerado libanés, la causa palestina le toca muy de cerca. Y al menos ambos son musulmanes.

Ayer Hassan nos aseguraba que él arreglaría todo el problema con el pasaporte de Kasem. Tiraría de contactos.

En el mundo árabe las cosas funcionan así’, dijo.



Amanece en la Pension Home Valery de Beirut. Kasem acaba de recuperar su ‘documento’ y tiene 200 $ dólares (unos 170 euros) menos en el bolsillo.

Indignidad’, dice

Acabado el batido y maleta en brazo, Kasem coge el autobús a Damasco en la estación Charles Helou. Nadie tiene Derecho a hacerle sentir así. Ya ha decidido que quiere estudiar Sociología.

A mi todavía me quedan tres semanas.

Ana B. Plaza

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