Indignidad
II
Vacaciones
con fronteras
En
la estación de Baremke, en Damasco, tomamos el autobús a Beirut.
Tres horas y media, nos dijeron. Ya casi estábamos dentro.
En
el puesto fronterizo el soldado me dio la bienvenida a su país y me
deseó una agradable estancia. A Kasem sólo le miró con desprecio.
‘Si por mi fuera no entrarías’, decía la expresión de su cara.
Los labios del soldado se abstuvieron de decir palabra.
Por
fin vacaciones. Kasem realmente las necesitaba después de haber
terminado la Selectividad. Esperaba que el Mediterráneo le ayudara a
escoger entre Sociología o Derecho.
Byblos, Jounieh y Beirut. La
semana había pasado. Queríamos estar más tiempo, pero el sello del
‘pasaporte’ de Kasem nos lo impedía.
Para
ampliar su visado acudimos a la Dirección General de la Seguridad
Nacional. El mismo lugar desde el que se coordinan los planes de
Defensa. Quizás Líbano debía protegerse de chavales de 17 años
que pasan sus vacaciones antes de comenzar la Universidad.
Aquel
edificio estaba custodiado por tanques y soldados. A mí no me
dejaron entrar. No represento ningún peligro.
Cuando
Kasem salió no tenía ni visado ni nada. Le habían quitado el
documento que hace las veces de pasaporte, porque en realidad,
pasaporte no tiene. Palestina, el país en el que nació su abuelo y
del que es originario, no existe. Y Siria sólo admite que su familia
y él son refugiados. El papel donde lo dice es su ‘pasaporte’.
Pero ya ni eso tenía. No era nadie. Aquellos soldados le dijeron que
se lo devolverían una semana después. Cuando supieron que era
palestino, le dijeron con sorna:
‘A
ti quizás te toque quedarte aquí un mes’.
Nos
echamos a temblar. Un palestino sin documentación en Líbano no
tiene ni vida ni futuro. Kasem no podría ser ni sociólogo ni
abogado ni otras 72 profesiones, porque la ley del país se lo
prohíbe. Sólo podría ser taxista.
Si
se quedase en aquel pequeño país, nunca podría comprar una casa.
Tendría que vivir en alguno de los 12 campos de refugiados
difuminados por todo el Líbano. Kasem se imaginaba a sí mismo cada
mañana, al ir a darse una ducha, sin poder encender la luz para
evitar recibir una descarga eléctrica. También era capaz de ver el
agua de su baño recorrer las calles de Burj el‐Baraineh,
porque allí no hay alcantarillado. Indigno.
Asustados,
Kasem y yo reclamamos su ´documento’ en diferentes oficinas.
Amabilidad conmigo. Sarcasmo con él.
Con
los ánimos por los suelos y los nervios de punta nos acercamos a
Solidere. Una zona que quedó totalmente arrasada durante la
Guerra Civil y que actualmente recrea torpemente los edificios de
cuando Beirut era conocido como el Paris de Oriente. Rolex,
Armani y Versace tienen allí sus tiendas. Por la calle
una decena de mujeres con burkha entran con un jeque en una
de ellas. Son sus esposas. El jeque no quiere que nadie más vea sus
caras. Son suyas.
‘Yo
las llamo Batman’,
dice Kasem.
Un
escalofrío me recorre por dentro.
Por
fin llega Salam con su amiga Kinda. Ambas palestinas sirias. Poner el
pie en Beirut es para ellas casi una liberación. En Damasco no se
les ocurriría enseñar los hombros, ni las rodillas. Pero, ¿en
Beirut? No había límites. Aquello es una democracia no islámica.
Una
noche en Beirut
Para
Salam y Kinda las vacaciones acaban de empezar. Bailar y divertirse.
Estar guapas y gustar a los chicos es su juego, pero de sexo nada. Si
no llegan vírgenes al matrimonio, su marido podría rechazarlas, lo
que significaría un deshonor para toda su familia y estar
socialmente apartadas el resto de sus vidas. ¿Cómo podrían sus
maridos fiarse de ellas? Para ellos, si no llegan vírgenes al altar,
nada les puede garantizar que no pueden trasmitirles alguna
enfermedad.
“Incluso
el SIDA”, dice Kasem.
Lo
mismo piensa el resto de chicos.
Se
hace de noche y en el centro de Beirut las discotecas brillan como
brillaban las del Polígono Urtinsa cuando yo todavía estaba
en el Instituto. La música que sale de los bares se mezcla con la de
la manada de carros que hacen vibrar sus subwoofer.
En
el Crystal Club la gente baila sobre los sillones mientras
Hassan rodea a Kinda con sus fuertes brazos. A partir de ese momento
ella será su única co‐piloto. Sólo
ella podrá salir por la luna del techo de su BMW y bailar mientras
la brisa hace ondear su pelo en La Corniche.
Sólo
había un problema: ella es sunita y él chiíta. Pero Hassan espera
que su familia le acepte. Al fin y al cabo, su padre nació en
Nazareth y, aunque esté considerado libanés, la causa
palestina le toca muy de cerca. Y al menos ambos son musulmanes.
Ayer
Hassan nos aseguraba que él arreglaría todo el problema con el
pasaporte de Kasem. Tiraría de contactos.
‘En
el mundo árabe las cosas funcionan así’,
dijo.
Amanece
en la Pension Home Valery de Beirut. Kasem acaba de recuperar
su ‘documento’ y tiene 200 $ dólares (unos 170 euros) menos en
el bolsillo.
‘Indignidad’,
dice
Acabado
el batido y maleta en brazo, Kasem coge el autobús a Damasco en la
estación Charles Helou. Nadie tiene Derecho a hacerle sentir
así. Ya ha decidido que quiere estudiar Sociología.
A
mi todavía me quedan tres semanas.
Ana
B. Plaza
Gracias Manolillo
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