Día 6
Se trataba de ver el mar, su paisaje y su industria pesquera. Nos fuimos pronto, por la mañana, en autocar a Capbreton, un pequeño y bonito puerto pesquero del suroeste francés.
Nos recibió el director del Museo del mar y, en los mismos pantalanes del muelle pesquero, nos explicó la situación de la pesca y la incidencia de la crisis en ella. A unos pocos centímetros de nosotros, las aguas tranquilas del mar Cantábrico estaban a nuestros pies. El cielo estaba algo gris y los barcos anclados en el muelle no nos invitaban a salir a navegar, pero componían una preciosa imagen de quietud y de sosiego, aunque no de tranquilidad, porque el mar, cuando nos acercamos a él en clave de trabajo, de pesca o de navegación, no es tranquilidad lo que te ofrece.
Tras las explicaciones, vimos un soberbio mercado de pescados situado junto al muelle. Unos, de especies conocidas, junto a otros que parecían nuevos para nosotros, pero todos con un aspecto de estar recién pescados y excitando la imaginación con la idea imposible de hacerlos a la plancha, aunque fueran las 10 de la mañana..
Fuimos luego a ver el Museo del mar. Unos enormes acuarios albergaban peces de múltiples especies, de variados colores y formas. Era un mueso vivo, en el que se podía comprobar incluso el carácter de los peces, pues los había que gustaban de esconderse, junto a otros que discurrían plácidamente por el agua y se cruzaban con otros más que parecían o más juguetones o más agresivos. Sin duda que era un buen lugar para estudiar zoología marina.
En una pequeña reproducción de la sala de mandos de un buque nos explicaron cómo funcionaban los artefactos necesarios para que un barco navegue. Después fuimos a una pequeña tienda que tiene el propio Museo para comprar algunos recuerdos y regalos que estaban a un precio asequible.
Dimos luego un paseo por la pasarela que conducía a la playa. Al final del trayecto un faro pequeño y coqueto reclamaba unas fotos junto a él. La playa era de arenas blancas y finas, sin llegar a la calidad de las del litoral gaditano, pero quedándosele muy cerca. Hacía frío, a pesar de lo cual algún valiente se atrevió a bajar a la arena. No sé si lo haría también una profesora polaca que volvió totalmente salpicada y con los pantalones mojados hasta las rodillas. Pero venía feliz. Hacía frío, aunque seguramente en Polonia habría más.
Comimos en uno de los múltiples restaurantes cercanos al muelle, en el que la oferta gastronómica no se limitaba sorprendentemente al pescado, sino que era muy variada. Luego, volvimos en el autocar hasta Dax.
Esa noche cada uno cenó en el lugar que le tenía reservado el destino, como todos los días. Había profesores que desde hacía días querían tomarse un gin tonic, pero por lo que pudimos observar, eso no era tarea fácil en nuestra situación. Algunos decidimos ese día intentarlo antes de cenar y comprobamos estupefactos que la ginebra no es allí bebida demasiado conocida. Ante el intento de darnos una de una marca muy conocida por su fabricante, pero por nadie más, desistimos y nos conformamos con un oporto que hizo las veces de aperitivo. Que quede constancia aquí de que en todo el viaje fue imposible tomar un digestivo y gratificante gin tonicidad. Allí lo que abundaba era el armagnac, pero eso era otra cosa.
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