22 enero 2009

NO A LAS GUERRAS / El Congo / 4


En el campo de Bulengo, que visito luego del de Hewa Bora, veo las raciones de alimentos, mínimas, que distribuyen a los refugiados. Un voluntario de Unicef me dice, la voz traspasada: "Tal como van las cosas con la crisis, todavía tendremos que disminuirlas". Médicos, enfermeros y ayudantes de las organizaciones humanitarias son gentes jóvenes, idealistas, que hacen un trabajo difícil, en condiciones intolerables, a quienes la magnitud de la tragedia que tratan de aliviar por momentos los abruma. Lo que más los entristece es la indiferencia casi general, en el mundo de donde vienen, el de los países más ricos y poderosos de la Tierra, por la suerte del Congo. Nadie lo dice, pero muchos han llegado, en efecto, en Occidente a la conclusión de que los males del Congo no tienen remedio.

Bulengo fue en 1994 el campamento del Ejército ruandés hutu que invadió el Congo después de perpetrar la matanza de cientos de miles de tutsis en el vecino país. Ahora es el eje de un complejo de 16 campos de desplazados y refugiados que con ayuda de la Unión Europea y de las organizaciones humanitarias da refugio a unas trece mil personas. Éstas pertenecen a diferentes grupos étnicos que conviven aquí sin asperezas. Aunque Bulengo está mucho más asentado y organizado que el de Hewa Bora, la calidad de vida es ínfima. Las chozas y locales, muy precarios, están atestados y por doquier se advierte desnutrición, miseria, suciedad, desánimo. La nota de vida la ponen muchos niños, que juegan, correteándose. Varios de ellos son mutilados. Converso con un chiquillo de unos 10 o 12 años que, pese a tener una sola pierna, salta y brinca con mucha agilidad. Me cuenta que los soldados entraron a su aldea de noche, disparando, y que a él la bala lo alcanzó cuando huía. La herida se le gangrenó por falta de asistencia, y cuando su madre lo llevó a la Asistencia Pública, en Goma, tuvieron que amputársela.

En Bulengo hay 48 familias de pigmeos, que, aparte de las protestas que ya hemos oído en Hewa Bora, aquí se quejan de que la escuela es muy cara: cobran 500 francos congoleños mensuales por alumno. La educación pública es, en teoría, gratuita, pero, como los profesores no reciben salarios, han privatizado la enseñanza, una medida tácitamente aceptada por el Gobierno en todo el país. En muchos lugares son los padres de familia los que mantienen las escuelas -las construyen, las limpian, las protegen y aseguran un salario a los profesores-, pero aquí, en los campos de refugiados, todos son insolventes, de modo que si se ven obligados a pagar por los estudios, sus hijos dejarán de ir a la escuela o ésta se quedará sin maestros.

En el campo hay muchos desertores de las milicias rebeldes. Uno de ellos me cuenta su historia. Fue secuestrado en su pueblo con varios otros jóvenes de su edad cuando los hombres de Laurent Nkunda lo ocuparon. Les dieron instrucción militar, un uniforme y un arma. La disciplina era feroz. Entre los castigos figuraban los latigazos, las mutilaciones de miembros (manos, pies) y, en caso de delación o intento de fuga, la muerte a machetazos. Me confirmó que muchos soldados del Ejército congoleño vendían sus armas a los rebeldes. Se escapó una noche, harto de vivir con tanto miedo, y estuvo una semana en la jungla, alimentándose de yerbas, hasta llegar aquí. En su pueblo, donde era campesino, tenía mujer y cuatro hijos, de los que no ha vuelto a saber nada porque el pueblo ya no existe. Todos los vecinos huyeron o murieron. Le pregunto qué le gustaría hacer en la vida si las cosas mejoraran en el Congo, y me responde, después de cavilar un rato: "No lo sé". No es de extrañar. En Bulango, como en Hewa Bora y en los campos de desplazados de Minova, la actitud más frecuente en quienes están confinados allí, y pasan las horas del día tumbados en la tierra, sin moverse casi por la debilidad o la desesperanza, es la apatía, la pérdida del instinto vital. Ya no esperan nada, vegetan, repitiendo de manera mecánica sus quejas -plásticos, medicinas, agua, escuelas- cuando llegan visitantes, sabiendo muy bien que eso tampoco servirá para nada. Muchísimos de ellos están ya más muertos que vivos y, lo peor, lo saben. Los campos son indispensables, sin duda, pero sólo si funcionan como un tránsito para la reincorporación a la vida activa, con oportunidades y trabajo. Si no, quienes los pueblan están condenados a una existencia atroz, parásita, que los desmoraliza y anula. Y éste es quizás el más terrible espectáculo que ofrece el Congo oriental: el de decenas de miles de hombres y mujeres a los que la violencia y la miseria han reducido poco menos que a la condición de zombies.
(continuará)
Texto elaborado por Mario Vargas Llosa y publicado en El País Semanal, en
colaboración con Médicos Sin Fronteras, el 11 de enero de 2009. Lo reproducimos aquí con fines exclusivamente educativos.

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